WIÑAYPACHA, OTRA LECTURA
I
LOS PRIMEROS minutos
de una película son claves. Son como las primeras líneas de un libro. O los
primeros segundos en internet. O, mejor, como el "lead" en el
periodismo
El texto propuesto tiene que "enganchar" con el lector. La primera línea debe generarle un interés. Uno que lo arrastre de tal manera a que aborde el resto del texto.
"En un lugar de La Mancha...", "Cuatro, dijo el Jaguar", "El día que lo iban a matar, Santiago Nasar..." son entradas de novelas que apelan a la curiosidad del lector.
Estoy viendo Wiñaypacha. Y los cinco primeros minutos me han hecho recordar lo mustio que era Laulico, el film campesino de Federico García.
La propuesta de Catacora, el director, es de un cine costumbrista. Una pareja de ancianos comuneros realiza un ritual. El tiempo andino es reproducido en su lentitud, en lo cansino que es, como lo hizo García.
Pero eso fue en los setenta.
Se suponía que debía haber una evolución del cine de referente andino –llamado así por el crítico Balmes Lozano–, pero nada. Nada de ello se observa en los planos generales de los cinco primeros minutos de Wiñaypacha.
II
Ciertos comentaristas de Wiñaypacha se han excedido en sus elogios sobre esta película.
No han apuntado al exceso de planos generales que ha sembrado Catacora en su ópera prima. No se han interrogado si en eso hay una preferencia por lo colectivo (Ver "Teoría y práctica de un cine junto al pueblo" de Sanjinés, 1979), o si realmente hay un temor del realizador para hacer un zoom de acercamiento, un plano detalle o close up.
Si esto último es así, nos indicaría las limitaciones del cineasta; nos informaría que no hay un manejo a mayor escala del lenguaje cinematográfico.
En los siguientes diez minutos de Wiñaypacha, apenas asoma la intención de la propuesta: la ausencia de Antuko, el hijo de Willka y Phaxsi, que es cubierta en la labor pastoril diaria de esta pareja de ancianos.
Y otra vez, como ha ocurrido en el cine de este tipo, se apela a esos planos de los Andes, magnificientes ellos, convertidos en protagonistas ante la ausencia de una trama fuerte.
III
Ha sido demasiado atrevimiento postular este film a un premio tan prestigioso como el Goya.
Los segundos quince minutos de la primera media hora de Wiñaypacha nos revelan la poca ambición del cineasta para presentar una plástica visual que no sea de planos estáticos, diálogos carentes de dramatización. Catacora escoge la locación, pone la cámara, la echa a funcionar y deja que la pareja de ancianos comuneros hable, se lamente de la ausencia del hijo que creen que los ha abandonado. Ellos intentan, con una lectura al viento, adivinar si vendrá a verlos. C'est tout.
No hay un juego del lenguaje, todo lineal, plano. El film es tan frío como las faldas de las montañas que recogen a los padres de Antuko, recluido en la capital.
De otro lado, no se puede esperar mucho de los actores que protagonizan el film. Son lugareños. Se les ha explicado mínimamente lo que quieren de ellos. Si hubo una idea de cinema vérité, ha sido un gesto fallido.
IV
Llama la atención que un crítico tan exigente como Isaac León Frías haya sido tan condescendiente con Catacora y su ópera prima (Ver "El tiempo detenido", en Somos, 21. 04. 2018), y no lo fuera, desde la revista Hablemos de cine, con Federico García y su trilogía andina –Laulico, Kunturwachana y El Caso Huayanay– cuando fue estrenada.
Se cuestionaba por aquel entonces, los setenta, el peso que se daba al contenido y no a la forma (una manera sutil de señalar la debilidad en el uso del lenguaje cinematográfico), acusación replicada por el realizador cusqueño al subrayar que escribía con una "caligrafía gruesa" para que el espectador de sus filmes los lea.
El film de Catacora podría calificar, por algunas escenas, como un documental etnográfico, como el retrato de vida de dos ancianos aimaras –apenados por la ausencia de su hijo–, como un registro de los rituales mágico-religiosos con la lectura de la hoja de coca para vislumbrar el porvenir; mas no como un film propiamente dramático.
Asimismo, la propuesta de Catacora recuerda lejanamente a Kukuli (1961), de Figueroa, por la protagonista con su llama y la postal bucólica que exhibe.
En los primeros veinte minutos de los segundos treinta minutos del film, son los fósforos los protagonistas –como la moneda lo es en la novela de Scorza, Redoble por Rancas–. Willka, forzado por su mujer, Phaxi, a comprarlos, va, tambaleándose y cayendo de bruces por la montaña, rogando a las apachetas que le den fuerzas para concluir bien la travesía.
De Antuko, el hijo ausente, hasta allí, no hay noticias.
V
Una buena fotografía y un buen encuadre no pueden reemplazar un argumento. Las imágenes bien logradas de la montaña, la caída del agua y el campo no son sucedáneos de actuaciones carentes de carga psicológica. El puente de la película Manhattan (1979) impresiona sí, pero como fondo de un relato de amor que protagonizan Woody Allen, Diane Keaton y Mariel Hemingway. Lo complementa, le da un marco majestuoso, pero no lo antecede.
Los protagonistas de Wiñaypacha no despiertan pasión, sino pena, tristeza, por la vida mísera en la que viven, y que es la misma de muchos peruanos que, alejados de la modernidad occidental, sobreviven en los Andes.
El espectador se conmueve con el desconcierto de Willka y Phaxi, en especial esta última, al ver sus ovejas y carneros muertos por el zorro la noche anterior. (Lo hace por una razón de empatía con los animales; no por el film mismo.)
Esa toma del carnero en el hoyo estremece porque remite al Tánatos, a la finitud de la vida.
Esa es la única emoción fuerte que transmite la ópera prima de Catacora en una hora de visionado.
VI
«… lo mejor que ha hecho el cine peruano, sin duda. Cambia además la visión que ha tenido nuestro cine del referente andino.» (Ricardo Bedoya)
«…la película destaca porque ofrece un punto de vista orgánico y cuidadamente resuelto en el lenguaje cinematográfico...» (María Yaksic, "Opacidad de la técnica", en El Agente. Crítica de cine)
«… magistrales actuaciones de sus protagonistas…» (Sebastián Morales, en Glotopolítica)
Respecto a estas tres opiniones, se puede decir que no es lo mejor que ha hecho el cine peruano (porque para eso está Madeinusa, de Claudia Llosa, por su riqueza simbólica, aunque se haya inventado unos Andes propios; y antes Federico García con su trilogía andina); tampoco tiene un logrado lenguaje cinematográfico (más bien carece de él, y eso se puede comprobar en la cámara fija que no hace ni un tilt up); ni mucho menos se aprecia, por mucha simpatía que exista, magistrales actuaciones de los protagonistas (Rosa Nina no es la equivalente aimara de Yalitza Aparicio del Roma de Cuarón, o de Judith Figueroa en Kukuli).
El film de Catacora, eso sí, sigue la larga ruta iniciada por Figueroa, Nishiyama y el "huanca" Villanueva en la llamada por el crítico George Sadoul "Escuela del Cusco". Es un codo en el camino, porque, viéndolo, uno puede pensar que aún está pendiente la promesa de ver una realización que recoja la cosmovisión del indio, esa que Arguedas logró mostrar a través de la literatura.
Por otra parte, se ha querido ver en Wiñaypacha alguna influencia cinematográfica en la composición de los planos fijos o de tal o cual director extranjero (Herzog, por ejemplo), puntos que el propio director del film ha desestimado en una entrevista (Ver «Óscar Catacora: 'Traté de llevar al cine las cualidades de la cultura andina'», en Anuario Glotopolítica, 25.01.19).
El crepitar del fuego, el silbido del viento y el sonido del agua son los protagonistas de la última parte de Wiñaypacha.
La tragedia cerca a Phaxi quien ve el incendio de su choza y asiste a la muerte de Willka (el derrumbe de la apacheta es una metáfora del fin de un ciclo).
El final tiene el toque poético de un ocaso. Phaxi caminando entre las piedras, sumergiéndose entre ellas, hasta desaparecer.
Antuko, quedó corroborado, abandonó a su suerte a sus ancianos padres. Se suponía que esa idea de desatención filial, iba a ser el eje de la ópera prima de Catacora, pero la vimos convertida en una larga elipsis, casi volatilizada por la imponencia de las montañas en Wiñaypacha.